Images

La lealtad

Hace unos días en uno de esos descansos en los que ojea el periódico me encontré con esto. Tuve que sentarme derecha, apartar el café y leerlo detenidamente. A continuación "copio y pego" un extracto de la columna de Francisco Chavanel en el Canarias7, publicado el 18 de diembre. Una perla.

Por lo general la gente valora la lealtad como una cualidad extraordinaria pero son pocas las personas que la practican. En un mundo donde los cambios son su principal motor nada permanece exactamente igual, tampoco la lealtad. Uno puede ser leal a otra persona u a otra organización durante un cierto tiempo y serle desleal al minuto siguiente al variar las circunstancias del acuerdo inicial. Ser leal desde el principio al final requiere ser protagonista de riesgos inaccesibles para la mayoría de los mortales. La lealtad te une a un yunque insuperable de modo que si las alianzas funcionan tú ganas, pero si ocurre lo contrario pierdes para siempre.

Por lo tanto, lo natural es ser desleal. Es lo instintivo para salvar la piel. Lo habitual es serpentear. Decir una cosa y mañana otra. Y pasado mañana otra diferente. Y dentro de diez años atacar lo que defendiste como un soldado. Las hemerotecas están llenas de actos desleales que, sin embargo, son coherentes si analizamos el momento en que se hicieron. Eso ocurre porque lo fundamental no es ser leal sino parecerlo. En la apariencia se refugian los mayores pecados de los analistas, seguros de que los datos que poseemos, o que la intuición que creemos tener del personaje, no permitirá engañarnos. Y así nos equivocamos como verdaderos idiotas.
El sentido de la lealtad no es un valor al alza. Al contrario, gobierna el posibilismo, la prisa, y el ansia por ser alguien que tú no eres. Para en la vida pública ser leal tienes que ser primero fiel a tus ideas. Tendríamos qué preguntarnos cuántos prohombres que conozcamos tienen auténticas ideas propias sobre algo. Y cuando las tienen, cuántas veces las alteran por otras como si cambiaran de camisa. Nos hemos acostumbrado a que cada mañana un ejército de políticos, empotrados en lo público como lapas, nos suelten sus discursos sobre esto o lo otro. Acaparan los medios de comunicación con sus palabras, sus pensamientos, sus ideas. Da igual de quién hablemos pues la mayoría actúa de forma mimética. Es dificilísimo encontrar en medio de la selva de tanta palabra una frase distinta, afortunada, que describa una situación cualquiera con un mínimo de precisión o talento. Si ocurre enseguida salta la alarma y comparamos esa alocución de ahora con otra de otro momento, donde se dijo lo opuesto. Todos los miembros de un partido dicen cosas similares. Al que no lo dice se le aparta y se le considera inútil y, para evitarlo, por lealtad a la supervivencia de uno mismo, entra en el juego y se lee cada mañana los argumentarios que unos «supersabios» le escriben a sus respectivas hordas en la noche anterior.
Hemos visto a las izquierdas adoptar decisiones típicas de la derecha –bajada de impuestos, confabulación con los bancos, hundir los recursos públicos en operaciones especulativas de alto riesgo–, y a las derechas abrazar el marxismo como si fuera una máquina del sexo –subida de impuestos, intervención de bancos, intervención del mercado eléctrico–. Hemos visto a los progresistas radicalizarse cuando los votos se iban por la izquierda –dación en pago, manifestaciones anti Wert y anti reformas laborales–, y a las derechas aproximarse hacia lo extremo cuando los lobbys que amamantan les piden cuentas a voces –ley del aborto, privatizaciones de hospitales, enseñanza con sabor a carcundia inquisitorial.
En cuestiones de corrupción hemos visto a las izquierdas actuar con absoluta «lealtad» con la mentira. Primero lo han negado; después, cuando aparecen las pruebas, le echan la culpa a una persecución política, y cuando ya no hay nada que hacer, tratan de domeñar la voluntad de la Justicia. La derecha hace exactamente igual, incluso con mayor sevicia: pone todo su interés en tratar de salir indemne aunque el cuerpo del delito esté en el escenario, y el puñal que le arrancó el corazón en la mano del asesino.
Las grandes palabras han desaparecido. Verdad, honestidad, honradez, ética, amor, lealtad. Su uso absorbente las ha invisibilizado. Ya no se sabe qué significan. Un hombre que dice la verdad no la dice todo el tiempo. Ni se es honrado en todos los momentos de existencia. Ni se ama a las mismas personas una vida completa. Ni se es leal a una empresa, a un sindicato, a un partido político, salvo que confundamos lealtad con estar muy bien pagado.
Ese enorme retratista del alma humana que era Shakespeare decía que la lealtad tiene un corazón tranquilo… Ya no. Antes los hombres tenían una sola palabra. Incambiable e irreemplazable. He firmado unas cuantas promesas, incluso contratos, sellados con mi palabra. Casi siempre me engañaron. Al final tu lealtad se queda en casa, con tu mujer, tus hijos, con lo que está cerca de tu piel. Y esto se parece mucho a las enseñanzas de  Coppola en El padrino. Las otras lealtades duran justo el periodo que ambas partes decidamos. Nada me gusta más que disfrutar de ese corazón tranquilo que te da la lealtad, pero si estás tranquilo no estás alerta, y si no estás alerta te la clavan.

0 comentarios: